Cuarta entre las virtudes cardinales, pero no por ello menos importante.
La templanza toca al hombre en su intimidad.
Indispensable para la acción virtuosa y cristiana, se la define -ya en el mundo antiguo- como la capacidad de gobernarse a sí mismo, de dominar las sensibilidades y los pensamientos; es el punto de llegada de un viaje de autoconocimiento.
La templanza es una disciplina del alma -y como recordaba Santo Tomás de Aquino- ordena nuestra capacidad de amar.
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