Un patrimonio olvidado
En el imaginario actual, la prudencia está asociada sobre todo a un proceder lento y pormenorizado (como en la conducción automovilística) o a una indecisión de fondo para evitar riesgos o, peor todavía, a una forma de pusilanimidad o cobardía que impide tomar una posición[1]. Valoraciones, estas, que en gran parte heredamos del pensamiento moderno.
Para los antiguos, en cambio, la prudencia era considerada la virtud más bella que el hombre tenía a disposición, guía de todas las demás (auriga virtutum), porque permite reconocer el objetivo fundamental de la vida en una situación concreta, y, sobre todo, porque identifica los medios adecuados para poder alcanzarlo. Los griegos la designaban con la palabra phronēsis (sabiduría), un término que originalmente hacía referencia al diafragma (frēn), sede de la respiración, de la sensibilidad y de la actividad cognitiva del alma, la dimensión más íntima del hombre[2]. El sabio mantiene la razón en buena salud y por eso puede gobernarse a sí mismo. Para Aristóteles, la tarea de la sabiduría consiste en educar la sensibilidad, la energía indispensable para realizar el bien (Topica, V, 8; 138 b 2-5): es la tarea esencial de la razón práctica (Ética Nicomaquea, VI, 5). Por esto, la sabiduría es el eje de la vida moral, porque la meta de esta disciplina no es, agrega Aristóteles, conocer el bien, sino ser buenos. Cicerón traduce phronēsis por prudentia, definiéndola: «la ciencia de las cosas que se deben buscar o rehuir» (De officiis, I, 153).
Como se puede observar incluso a partir de esta simple exploración, no solo la sabiduría-prudencia, sino también la misma filosofía moral se presentan con características bien diversas a las de la aproximación intelectualista propia de la época moderna, a la búsqueda de reglas y definiciones precisas, vaciando de esta forma la razón práctica de la dimensión afectiva. Al respecto, la posición de Kant es emblemática: razón y emoción son enemigos declarados; por ello la elección del bien debe prescindir de cualquier aspecto pasional y realizarse exclusivamente sobre la base de la razón pura. Kant enuncia con claridad las causas de este contraste: «Estar sujetos a emociones y pasiones es siempre una enfermedad del alma, porque ambas excluyen el dominio de la razón»[3]. Se trata de una posición antitética respecto de la de Santo Tomás: «El modo de la virtud, que consiste en la perfecta voluntad, no puede estar despojada de la pasión, no porque la voluntad dependa de la pasión, sino porque a una voluntad perfecta en una naturaleza pasiva necesariamente la sigue la pasión» (De Veritate, q. 26, a. 7, ad 2; cfr a. 1).
Tomás, al comienzo de la segunda parte de la Suma Teológica, observa que: «En materia moral, efectivamente, las consideraciones generales resultan menos útiles, ya que las acciones se desarrollan en el plano de lo particular» (Sum. Theol. II-II, prol.). Para vivir bien debemos saber cómo comportarnos concretamente, y, sobre todo, estar suficientemente motivados para hacerlo. Es por esto que sin la prudencia no se puede hablar de moral.
¿Qué es la prudencia?
Tomás toma la etimología del término de Isidoro de Sevilla: prudencia como porro videns, capacidad de mirar adelante, de mirar lejos, de prever y proveer, de ver el posible punto de llegada de un pensamiento o de una elección mediante comparaciones (collatio) con lo sucedido en el pasado (cfr Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 1). Este significado prospectivo se confirma en el hecho de que la palabra latina prudens es la forma contraída de providens (providencia): el prudente es providente, es el que ve antes, mira más allá de la situación puntual.
La tarea específica de la prudencia es, ante todo, la de prefigurar el recorrido adecuado para alcanzar el fin. No establece el fin último, el bien a realizar, que no es objeto de deliberación (cfr Sum. Theol. I-II, q. 57, a. 5), sino que predispone los medios.
De ahí la importancia fundamental de la prudencia en el proceso de discernimiento para tomar las decisiones correctas en la propia vida[4]. Su vínculo con la providencia muestra, además, su dimensión religiosa, de participación en la sabiduría divina, que da luz y fuerza para realizar el bien. Tomás precisa que en esta difícil tarea podemos recurrir a un precioso don del Espíritu Santo, el consejo, que otorga luz al intelecto y fuerza a la voluntad: «La prudencia, que implica rectitud de la razón, es perfeccionada y ayudada al máximo por el Espíritu Santo, y esto es propio del don del consejo. En consecuencia, el don del consejo corresponde a la prudencia, ayudándola y perfeccionándola» (Sum. Theol. II-II, q. 52, a. 2).
Esta docilidad libera de la angustia de creer que todo descansa en nuestras propias fuerzas. Curiosamente, Tomás observa que este complemento necesario para la deliberación había sido reconocido con claridad ya por Aristóteles: «Y también dice el Filósofo [Ética Eudemia 7, 14] que aquellos que son movidos por instinto divino no les conviene aconsejarse por la razón humana, sino que sigan el instinto interior, porque son movidos por un principio mejor que la razón humana» (Sum. Theol. I-II, q. 68, a. 1).
La racionalidad de la prudencia: la «vis cogitativa»
La importancia de la prudencia para la ética proviene del hecho de que expresa una racionalidad completamente especial, síntesis entre la dimensión sensible y la intelectual, que Tomás llama vis cogitativa. Al presentarla, compara el conocimiento humano con el aprendizaje animal. Todo cachorro, por ejemplo, posee desde su nacimiento una serie de informaciones indispensables para vivir, como estirar su boca para alcanzar la ubre de la madre; o, para el caso de la oveja, alejarse cuando ve un lobo, aunque sea la primera vez que ve uno. Esta capacidad, fundamento de lo que hoy llamamos «instinto», Tomás la designa con el nombre de vis aestimativa. Tiene la función de dar una evaluación inmediata de la situación particular, a la que sigue una respuesta en términos de atracción (como la búsqueda del alimento) o de fuga (como la oveja frente al lobo; cfr Sum. Theol. I, q. 78, a. 4).
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